La velocidad de subida se redujo drásticamente. Para cada paso había que buscar un punto en el que colocar el pie de forma segura. Pisar una piedra demasiado suelta podía desembocar en una desastrosa caída. Si bien era improbable que las consecuencias fuesen rodar por la ladera hasta abajo del todo, en el mejor de los casos las manos o la cara serían perforadas por los pinchos de las plantas. Desde la propia colina no quedaba claro que la parte superior fuese salvable a pie. Parado, buscaba con la mirada la zona por la que aparentemente se pudiese pasar mejor, calculaba la ruta más asequible en esa dirección hasta unos diez o quince metros de distancia, y avanzaba con dificultad unos tres o cuatro. Entonces, volvía a repetir la operación.
Aproximadamente a las tres cuartas partes de la ascensión, la perspectiva era bastante desfavorable ya que todo el tramo superior parecía inexpugnable. A la izquierda el terreno se cortaba con un acantilado de quién sabe cuántos metros. Un poco más abajo de donde me hallaba, a la derecha, me pareció distinguir un mojón de los que indican el camino en la montaña. Deshacer el camino siempre sabe mal, y más cuando cuesta tanto avanzar, pero ante la pared que tenía por delante me convencí para probar descender hacia la derecha. A pesar de que perdí de vista el presunto mojón, dando un largo rodeo por aquella parte de la montaña sí se podía andar hasta el que era mi objetivo: Los postes de la luz. ¡Estaba salvado!
Seguirlos como me habían aconsejado me acabaría costando pasar la noche al raso... pero esa es otra historia.