miércoles, 7 de septiembre de 2016

Leros-Kalymnos XV

No sé cuánto tardé en llegar a las rocas de salida, muchísimo, pero lo hice completamente consciente de que llevaba solamente la mitad del trabajo. Hasta allí había podido aguantar las cajas con las dos manos, pero para pasar el equipaje a tierra debería soltar como mínimo una (por el tamaño de las cajas, no podría sacarlas del agua con el equipaje encima). Y eso, además, con las olas rompiendo.

Unas rocas forman allí una micropenínsula, y en la parte norte del istmo encontré el que me pareció el mejor punto para la operación: Una altura de las rocas asequible combinada con una esquina en la que medio encajonar las cajas. El inconveniente que tenía es que, por su orientación, no ofrecía protección del oleaje. Con las manos libres habría sido asequible acercarse indemne, pero, con la única tracción de las piernas, las olas me zarandearon y me llevé golpes por todas partes. Meses después, todavía perduran una cicatriz en el pie izquierdo (aun yendo protegido por las chancletas) y otra en el abdomen.



Finalmente, conseguí apoyar un pie, ajustar las cajas contra la roca y soltar una mano para sacar a toda prisa las bolsas pequeñas. Para la grande no iba a bastar con una mano, así que desasí definitivamente las cajas y levanté la bolsa de plástico que la envolvía. Como si quisiera ayudarme en el movimiento, otra gran ola llegó en aquel preciso momento. Me hizo arrastrar la mochila contra la roca pero, por suerte, pude dejarla en lugar seguro y solamente la bolsa de plástico se hizo trizas. Distinto fue el efecto en las cajas. La ola, al encontrarlas sin sujeción en el embudo en el que se encontraban, las hizo volar por los aires saltando el istmo entero y desapareciendo de mi vista.

Salí del agua sin esperar la siguiente ola. Miré primero hacia la cala, para hacerle una señal a Pavel de que lo había conseguido pero no le vi ni a él ni a la canoa. Supongo que se instaló al fondo de la cala, en busca de resguardo del viento y las olas. Luego miré al agua del otro lado del istmo, donde bailaban los restos de mi construcción. Las cajas por un lado, y cada pedazo de poliestireno por otro. Estrictamente, no había incumplido la norma autoimpuesta de no tirar basura en el entorno porque aquella ya estaba por allí cuando llegué, pero sentí pesar por mi contribución en desperdigarla. Como atenuente, pensé que por acción del viento al cabo de pocas horas todo aquello acabaría en el mismo lugar del que lo había recogido.

En cualquier caso, yo estaba otra vez fuera del agua. Daría por finalizada la travesía si por allí conseguía llegar al tendido eléctrico. Esperaba que esa fuese la última etapa.

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