Los últimos metros antes de llegar a la bahía de Katsadia los forman una bajada, y desde lo alto se dispone de unas magníficas vistas en dirección sur hacia Leros. Había llegado con veinte minutos de adelanto y me paré a contemplarlas. Pude apreciar dos cosas significativas. La primera, es que el mar estaba liso como un espejo. Parecía que los vientos del Egeo concedían una tregua. La otra no era tan tranquilizadora: Aparte de cuatro o cinco veleros fondeados en la bahía, no había rastro de ninguna embarcación que subiese desde Leros. Mixalis me había dicho que con su barquita necesitaba una hora para llegar hasta Leipsoi, por lo que a las siete menos veinte debería estar como mínimo a medio camino. No es que fuese a llegar tarde, es que ni siquiera se encontraba al principio del recorrido.
Bajé hasta la playa y el embarcadero acordándome de toda su familia. Dejé el equipaje en el suelo y me encaramé a unas rocas que hay al final del muelle, para poder volver a mirar hacia Leros, que queda oculto desde ras de suelo. No es que esperase que Mixalis apareciese antes por vigiar, pero subir a los rompientes siempre es un entretenimento divertido. Mientras meditaba qué hacer, me pareció distinguir una cabina por entre los mástiles de los veleros de la derecha. Me temí que las ganas de que apareciese Mixalis me estaban haciendo imaginar lo que no era. Cuando comenzó a oírse un zumbido de motor, empecé a creer que quizás sí podía ser él. Al poco, apareció de detrás de uno de los veleros su barca completa. A las siete menos diez estábamos los dos en el punto de encuentro. Resulta que aquella noche había pescado unos calamares y, para que no se estropeasen con el calor de la mañana, había ido antes que nada al puerto de Leipsoi a entregárselos a alguien.
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