Cuando según el impreciso reloj mental calculaba que debíamos de ir por la mitad de la travesía, me volví a parar. Comparé lo cerca que se veía Arxaggelos (el islote que cierra el acceso más corto a Leros) con lo lejos que se veía ya Leipsoi, y le pregunté a Mixalis. Me contestó que ya hacía un buen trecho que habíamos pasado la mitad. Todo ello tuvo un efecto bastante perjudicial, porque me dio la impresión de que ya casi estábamos. Me emocioné y aceleré el ritmo, como si faltase solo un kilómetro (cuando posiblemente quedaban cuatro), cosa que en el tramo final me dejó sin parte de la frescura con la que había nadado hasta entonces.
Pero, sobre todo, el daño fue psicológico. Crees que faltan pocos minutos para acabar. Pasados esos minutos todavía no se acaba. Vuelves a calcular que faltan pocos minutos, y vuelven a no ser suficientes. Así una y otra vez. Para rematarlo, la traslación del sol a lo largo de la mañana acentuó el efecto óptico que provocaba la costa, y tenía la sensación de estar haciendo un recorrido en L en lugar de recto. El GPS sí dibuja una cierta curvatura a partir de Arxaggelos, pero ridícula comparada con la imagen que me estaba formando en la cabeza. Otro ejemplo de lo mal que se piensa cuando se nada. Íbamos en busca de un punto conocido por Mixalis por el que pudiese salir del agua, puesto que buena parte de aquel extremo de Leros es inaccesible a pie. En cierto momento, me señaló una carretera sin asfaltar que se apreciaba en tierra, por donde iba a salir yo. Se veía enorme. Tenía que estar a menos de 200 metros de distancia. Pero cada cierto tiempo levantaba la cabeza y seguía estando a 200 metros. El final fue mucho más duro mentalmente que físicamente. Hasta el mismo final continuó la tortura. Las rocas por las que iba a salir estaban a lo que parecían 30 brazadas. Conté más de 100 hasta poder tocarlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para evitar el spam, los comentarios deben ser aprobados antes de publicarse.