Cogí más de cuatro litros de agua para no tener problemas en el norte de Kalymnos, terreno totalmente desierto por el que iba a tener que pasar las horas más calurosas del día después de salir del mar. De todos modos, por aligerar el peso de la mochila, de un litro ya había dado cuenta al llegar a Ksirokampos. No se veía un alma ni en el pueblo ni en el puerto, situado a la derecha, al otro lado de la playa.
En medio de la playa vi una canoa y un hombre robusto que manipulaba bolsas a su lado. Aunque no tenía claro si empaquetaba o desempaquetaba, ante la perspectiva de no encontrar a nadie en el puerto me decidí a saludarle. Con un fuerte acento centroeuropeo, me pidió que le hablase en inglés. Se llamaba Pavel y era de la República Checa. Al explicarle mis intenciones, mostró un gran entusiasmo. Precisamente iba hacia Kalymnos, pero me dijo que le gustaba tanto mi idea que, si no, me habría acompañado de todas formas.
—Mira que los checos hacemos locuras, pero no de este nivel. No sabía que los españoles estuviesen tan chiflados. De un italiano aún me lo habría esperado, pero no de un español.
Riendo, le contesté que me lo tomaría como un cumplido.
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