Buceé para cogerlo y, claro, no pude. No sobrevivirían a las olas si no tuviesen un buen sistema de agarre al suelo, ni a los depredadores sin no tuviesen un buen recubrimiento de pinchos. Pero la suerte estaba de mi lado. A unos cinco metros de profundidad vislumbré la única piedra en más de una hora. Era más grande de lo que necesitaba, unos dos kilos, pero no importaba. Con ella pude empujar lateralmente al erizo y despegarlo del suelo. Subí con cada uno en una mano a la superficie. Observado de cerca, los pedúnculos del bicho daban un poco de asco, pero a buen hambre no hay pan duro.
Para redondear la racha de buena suerte, cerca de tierra había una roca que sobresalía un poco del agua, con una hendidura en el centro donde apoyar el erizo, y con otras alrededor con la profundidad perfecta para sostenerme de pie. Ni hecho a medida. Así podía golpear el erizo con la piedra, abrirlo como si fuese una nuez, y comerme lo que encontrase dentro. Me temía que eso tampoco iba a ser muy agradable a la vista, pero el estómago no tenía muchos remilgos en aquel momento. Levanté la piedra, calculando con qué fuerza tenía que descargarla: ni demasiado flojo para romper la coraza negra, ni demasiado fuerte para no espachurrarlo. Justo entonces, llegó una ola más grande que las demás y barrió la roca donde tenía el erizo, llevándoselo quién sabe dónde.
Mi racha de buena suerte se había acabado de repente. Hace 25 siglos habría creído que Poseidón me había puesto la miel en los labios y me la había arrebatado por diversión. Aceptando su burla, dejé hundir la piedra y seguí con mi rumbo.
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