Todo habría sido muy diferente si hubiese podido llenar el estómago para calmar el hambre. Cada vez que metía la cabeza bajo el agua escrutaba en busca de comida. En vano. Había por aquella zona pocos peces, y ninguno se iba a dejar atrapar con las manos desnudas. El fondo estaba formado por rocas lisas (qué diferencia respecto a las que había en tierra) sobre las que no podía agarrar ningún alga. Ni siquiera los erizos, tan abundantes en otros puntos del Dodecaneso, existían por allí. Lo único que tenía al alcance eran esponjas, pero no las imaginaba muy masticables.
En aquel orden de cosas, pasé por encima de la línea eléctrica que une las islas hasta Rodas. En tierra va sobre postes de madera, mientras en el agua van los tres cables por el fondo. Me habían explicado que si entraba en Kalymnos por la punta norte tenía que apañármelas para encontrar los postes. A partir de allí, tenía que seguirlos y así llegaría hasta los primeros caminos y poblaciones. Lástima que para seguir ese consejo necesitase calzado y no tenía ni idea de dónde estaba el mío. Miré los postes subiendo por las laderas, los cables serpenteando en el fondo, y continué mi pequeña odisea.